Muchos ciudadanos se preguntan
estos días qué ganamos formando parte de Europa. Habrá quien quiera ver en la
pertenencia a Europa sólo un interés económico, un mercado común, unos fondos de
cohesión, un caladero en el que echar las redes para pescar financiación con la
que volver a España para dar “formación” a parados inventados, construir
aeropuertos sin aviones o túneles del AVE para cultivar champiñones…
Es muy triste que el discurso del
partido del gobierno sea ese, el de ofrecer un candidato adiestrado en la lucha
por los recursos, con experiencia en las negociaciones, en ese tira y afloja en
el que se ha convertido la política europea. Es lamentable que el objetivo sea mandar
a los más capaces para “sacar” lo máximo a Europa, siguiendo el ejemplo que durante
décadas nos han dado nuestros nacionalistas internos cuando iban de excursión a
Madrid a ver que con qué botín volvían mientras apuntaban con el trabuco del
apoyo parlamentario (eso antes de la llegada del Mesías).
Esta pobreza de miras, esta indigencia
moral, esta falta de ambición, choca de bruces con lo que realmente es Europa: un
oasis de civilización en el mundo, la garantía de protección de los Derechos
Humanos y la cuna del Estado del Bienestar.
Un europeo sabe que una multa no
se renegocia con el policía que se la pone, que el estado no le detendrá,
encarcelará, juzgará y asesinará a sangre fría por grave que sea el delito que
haya cometido, que ningún niño europeo está en un taller fabricando alpargatas
en vez de en la escuela, que nadie será ahorcado o acosado por su condición
sexual, que ninguna mujer será lapidada por adulterio… Todas estas enfermedades que
tenemos asumido que nosotros no padecemos, cosas que nos parecen tan obvias, no
están garantizadas fuera de nuestras fronteras.
A Europa no sólo le debemos carreteras
y ferrocarriles, eso casi que es lo de menos, le debemos el poder pedir una hoja de reclamaciones
en un establecimiento, poder conocer los ingredientes de un producto que
compramos, que una nueva carretera no se pueda hacer sin evaluación ambiental,
que existan políticas para proteger la biodiversidad, que existan garantías en
las transacciones comerciales…
Pero esta Europa sólo es el
germen de lo que ha de llegar a ser. Nos encontramos en un fin de ciclo, la estructura
que nos ha traído hasta aquí está agotada, no da más de sí, y tenemos la
obligación de emprender decididamente la andadura de la siguiente fase. Aunque
la Constitución Europea fuera abortada por los egoísmos nacionales y sustituida
por el parche del Tratado de Lisboa, hemos de ser conscientes de que no queda
otra solución que seguir caminando por la senda de la integración, y a ser
posible a mayor velocidad.
La unión política a través de la
Constitución de una Europa Federal, sobre la base de países que no han de perder
su identidad, pero en la que los ciudadanos sean los protagonistas,
reemplazando a los lobbies, las multinacionales y sus opacos gobiernos nacionales
en el timón de la Unión, no es una opción, es la única alternativa. Hay cosas
que no se pueden quedar a medias y Europa es una de ellas. El coste de la No
Europa es tan alto que no podemos llegar ni a imaginarlo, y es que no sólo se
puede medir en millones de euros, también, si echamos un vistazo al siglo XX,
en millones de vidas. Ampliar el ámbito político que garantice nuestros derechos
fundamentales será la única forma de defenderlos en las próximas décadas ante
otros modelos de crecimiento, comportamiento y valores de los que tenemos que
huir y a los que, por el contrario, tenemos que dar ejemplo retomando un liderazgo
mundial, basado en el humanismo, que nunca debimos haber perdido.
Esta unión política, fiscal,
económica, social, jurídica y cultural, se debe construir sobre el pragmatismo de
la razón y la ilustración. Este empeño no necesita de identidades nacionales ni
símbolos de ningún tipo para labrarse. Los sentimientos identitarios no son
malos, pero tampoco necesarios. En cualquier caso, también tenemos los europeos
esos símbolos, esa cultura y esa historia común para que, quién lo necesite,
las pueda llevar al plano emocional.
Identificarnos con Europa es
fácil, sólo hace falta pasear por las salas del Louvre, por los pasillos de los
museos vaticanos o por la National Gallery de Londres para saber que formamos
parte de algo. Tomarnos una cerveza en una terraza de Amsterdam o un cannoli en
una pastelería de Nápoles, andar entre las estanterías de un Ikea de Goteborg o
un Carrefour de Murcia, esquiar en los Alpes o hacer surf en Tarifa, apasionarnos
en una final de baloncesto entre el Panathinaikos y el Barcelona… Hay muchas
formas de palpar, sentir y reconocer Europa.
Habrá quien quiera ver en Stonehenge o el Panteón un santuario druida o un monumento romano, aunque son vestigios de nuestros orígenes, los de todos; habrá quien quiera seguir viendo en la Trafalgar Square de Londres un símbolo de una batalla entre el Imperio Británico y el Español, pero si lo miramos bien no es más que el símbolo de un episodio de la historia común, la de todos; habrá quien quiera ver en la plaza de la Concordia de París el símbolo del nacimiento de la república francesa, pero realmente es el símbolo de la conquista de los derechos ciudadanos y el alumbramiento del estado moderno, el de todos; habrá quien quiera ver en el memorial de Berlín al holocausto un símbolo de una atrocidad histórica que protagonizó Alemania, pero realmente es una señal de alarma y recuerdo permanente de que la barbarie está al acecho, y no hace tanto tiempo fabricó monstruos a partir de europeos civilizados.
El camino que tenemos por delante
todos los europeos es apasionante, nuestros jóvenes erasmus, nuestros
investigadores, nuestras empresas, nuestros clubs de fútbol, incluso nuestros burócratas,
son sólo una avanzadilla. Y en este camino, como en todos los que la humanidad
ha emprendido, hay entusiastas que van en cabeza como los que hemos confluido en
UPyD obsesionados con el poder de la ciudadanía y con hacer posible lo
necesario, caminantes oportunistas obsesionados con sistemas económicos
fracasados que aprovechan cualquier crisis para retomar su viejo mantra liberticida
culpando a Europa de lo que no tiene la culpa, y caminantes que arrastran los
pies, mientras se miran el bolsillo y guardan sus sobres, obsesionados con mantener
sus organizaciones, y sus decenas de miles de estómagos que alimentar, sin
preocuparles el futuro de las próximas generaciones. Y por cierto, también hay
cuatro eremitas, detrás del Mesías, que han decidido tomar el camino en la
dirección contraria, la de la desintegración y la desunión, que conduce a la
cueva del aislamiento, donde les han contado que la tribu podrá proteger sus
señas de identidad.