lunes, 14 de junio de 2010

EL DILEMA DE LA FUNCIÓN PÚBLICA

Es un hecho que corren tiempos difíciles para los funcionarios. Los empleados públicos cargan ahora con dos cruces, la histórica, esa del saberse objeto de crítica permanente por parte de la sociedad, inspiración de 40 años de humor de Forges, lugar común de conversaciones de ciudadanos cabreados…, y la recurrente, esa que hace que cuando los dineros de la cosa pública escasean, sean el eslabón más débil, el blanco fácil del ajuste, de la congelación salarial, o cómo en esta última andanada, del tijeretazo retributivo.

Esta segunda cruz la están sobrellevando con una dignidad inusual. El rotundo fracaso de la reciente convocatoria de huelga parece una muestra de ello. Sea por anticipado derrotismo, mala conciencia ante lo que está cayendo en el mercado libre, auténtica solidaridad y sentido ciudadano o simple interés económico por no perder un día de sueldo, lo cierto es que los sindicatos se han dado de bruces con una realidad que no esperaban.

La primera cruz también la soportan estoicamente sin muchos problemas, unos porque ya tienen la herida encallada, y las críticas resbalan sobre ella como gotas de agua sobre aceitosa indiferencia, y otros porque su trabajo, nivel de compromiso y profesionalidad les permiten tener la conciencia tranquila.

Es innegable que la gestión del trabajo público no es ni comparable con la gestión del trabajo en la empresa privada. Para desarrollar las mismas tareas, en la empresa privada se requieren muchos menos recursos. Ésta no se puede permitir el continuo escaqueo de un trabajador vago, y menos aún a un gerente incompetente, pues está sujeta a las crueles reglas del mercado. El mercado autorregula la incompetencia y la ineficiencia: un inútil para un determinado puesto puede permanecer un tiempo en el mismo, pero finalmente saltarán mecanismos de ajuste, internos en empresas con gestión profesional, o externos en empresas familiares o personalistas, que desembocarán en el mismo resultado. En la gestión de lo público estas correcciones naturales jamás van a darse, sencillamente porque las reglas del juego son otras. En esas reglas palabras como rendimiento, profesionalidad, eficacia, productividad, no tienen ningún sentido. Posiblemente otras muy distintas como docilidad, mediocridad, conformismo, son las claves de la adaptación al medio. Excelentes profesionales, absolutamente capaces y trabajadores, tras unos años en ese ambiente se habrán perdido para siempre.

Que lo público no funciona como debiera es un hecho, y que hay mucho neoliberal encantado con que siga sin funcionar, también. Las causas de algo tan evidente son varias, pero la principal es la libertad y la independencia que confiere el carácter vitalicio de la función pública. La impunidad y la seguridad de que ante la ineptitud no existirán represalias ni consecuencias, la ausencia de los mecanismos de control que sí se dan en el sector privado, hacen que este mal sea endémico y de difícil solución.

Y es de muy difícil solución porque lo cierto es que no podemos renunciar al carácter vitalicio y a la impunidad del puesto del funcionario, por la sencilla razón de que detrás de ellos no hay empresarios, que tienen el único, claro y legítimo interés de ganar dinero conforme a las reglas del mercado y la ley, sino políticos que tienen casi siempre y entre otros menos confesables, el poco claro interés de medrar, ganar elecciones y mantener el tipo, al margen del interés general, conforme a las reglas de la partidocracia y en muchos casos pasando por encima de la Ley. De hecho esa libertad e independencia del funcionario, esa seguridad de saberse servidores del Estado (en cualquiera de sus formas), y no de la fuerza política que coyunturalmente tenga el poder, sigue siendo una pesadilla para muchos políticos, un contrapoder al que no podemos renunciar. Ya se han encargado los políticos de idear fórmulas -empresas públicas, cargos de confianza, asesores, interinos digitales, subcontrataciones, externalizaciones, promociones y arrinconamientos, entre otras muchas-, para salvar esta incómoda independencia. En Andalucía los inspectores urbanísticos, los agentes de medio ambiente y otros funcionarios conocen en sus carnes lo que significan estos intentos de mangonear desde el poder político la independencia del funcionario. Y es que es mucho más cómodo tener comisarios políticos elegidos a dedo que jefes de servicio puestos en el cargo por el mérito y la capacidad.

Y éste es el drama en el que nos encontramos: la misma libertad que el funcionario necesita para poder servir al Estado y no al partido que gobierna, para no estar expuesto al capricho y la arbitrariedad del que manda, la mitad de los funcionarios la aprovechan para vivir relajadamente gracias a un examen que un día aprobaron, convencidos de que con ello ya se merecen el sueldo, mientras la otra mitad hace su trabajo y el de los “otros”, digna y profesionalmente, aguantando chistes, tijeretazos e infamias, y sobre todo aguantando todos los días a sus compañeros insolidarios, en la resignación de que difícilmente nadie va a reconocer las diferencias. En la empresa privada los segundos serían recompensados y los primeros no durarían un día, porque ésta no se lo puede permitir, y el empresario debe tener, le cueste 45 o 20 días, la posibilidad de erradicar al improductivo, al flojo, al malo… Si esta misma libertad la tuviera el político ibérico, ¿alguien duda de cómo la usaría?

Como dice Concha Moliner en su desgarrador artículo “Tiempos Difíciles“ (1) “Mantener una actitud de servicio público es duro para los empleados públicos cuando sufren los desaciertos, la ignorancia y la prepotencia de muchos responsables políticos. Está a la orden del día, que se obsesionen con la caza y captura de los signos políticos de sus trabajadores, buscando infieles, rebeldes y traidores ...Es frecuente que los más competentes, entregados y cualificados tengan serias dificultades porque el conocimiento, el rigor y la lealtad con el servicio público, que poco tiene que ver con el boato, el aplauso y las luces de colores, son molestos pues no se pliegan a los caprichos del “iluminado de turno”… Los servicios públicos deberían ser más eficaces y eficientes, deberían gozar de mejor organización y calidad. La ciudadanía debería exigir a sus representantes políticos que así fuese, debería exigir cuentas y responsabilidades pues es su dinero el que los sustenta. Si lo hiciera se darían cuenta de que los empleados públicos, los más, no somos gente a denostar sino profesiones con clara vocación de buen hacer para el bien común, o sea, los ciudadanos”.

La ineficacia de lo público es una cuestión por resolver, una de las debilidades de la economía española. Medidas como auditorías externas para la valoración del desempeño, el establecimiento de mejoras del sistema retributivo mediante la incorporación de incentivos en función de objetivos de producción imparciales, que no necesariamente han de ser económicos, pues el Estado a diferencia de las empresas privadas no está para ganar dinero, sino para prestar sin despilfarros un servicio de calidad a los ciudadanos, y otras similares pueden ir en la dirección adecuada.

En cualquier caso la solución vendrá de la mano de un partido que como UPyD se considere y se sienta libre e independiente y de los funcionarios que aún tienen conciencia de ser servidores públicos, que no han perdido la vergüenza ni la moral. En ellos deben encontrarse los resortes para cambiar las cosas.


(1) http://www.upyd.es/web_medida/plantilla_general/secciones/plantilla.jsp?seccion=103¬icia=40207