sábado, 4 de febrero de 2017

RAFAEL, EL CONDUCTOR DE UBER


UBER se ha convertido en una excelente alternativa de movilidad en Bogotá. La aplicación pone en contacto a conductores y viajeros de una forma ágil, segura y eficaz. Ayer la usé para volver a nuestra oficina que está en la calle 90, carrera 12, desde la calle 69 carrera 9 donde estaba tras haber tenido una reunión.
Los conductores de UBER se diferencian de los taxistas, no me pregunten en qué, pero se les nota una frescura que no tienen los profesionales, no parecen achicharrados por los años y las horas al volante. La aplicación me informó que en 4 minutos me recogería el conductor más próximo asignado, Rafael, en un Kia Picanto, mientras mostraba en el mapa la aproximación del vehículo al punto en el que estaba.
Rafael resultó ser un hombre de unos treinta y tantos, alto, delgado, de tez clara y barba de unos días. Su acento al saludar no me pareció colombiano. Definitivamente no parecía ni un taxista, ni un conductor de UBER. El coche estaba nuevo, olía a nuevo, los parasoles replegados en el techo aún tenían el plástico de fábrica sin retirar.
Le pregunté lo que ya sabía, si el coche era nuevo, y me contestó que hacía solo cuatro semanas que lo había retirado del concesionario. No necesité preguntarle nada más para que me contara su historia, una historia que no me quiero quedar para mí, una historia que creo que merece ser conocida.
Me preguntó que de qué parte de España era. Le dije que de Andalucía, en el sur, y sin dejarme darle más detalles, me dijo que su padre era asturiano y que él era venezolano, ingeniero civil de profesión aunque también había trabajado como locutor de radio. Un amigo le habló de UBER y decidió registrarse como conductor temporalmente, mientras le salía algo mejor, al menos para poder mantenerse. Llevaba dos años y medio en Bogotá, hacía dos semanas había renunciado a su trabajo en una empresa por una discusión con el arquitecto, que también era yerno del propietario. Sabía que no podía seguir en ella y lo dejó.
Me preguntó cómo estaba la cosa por España, si había oportunidades. Le dije que mejor que hace unos años desde luego, que todavía había muchas dificultades, pero que parecía que estábamos empezando a remontar.
Le pregunté cómo de mal estaba la situación en Venezuela que había decidido marcharse a Colombia. Me contó que el problema económico y desabastecimiento era muy grande, pero que eso él lo soportaba, eso no lo había hecho emigrar. De hecho había sido propietario de una pequeña empresa constructora e iba tirando. Con lo que no pudo seguir era con la inseguridad, con la violencia. Me contó que a su mejor amigo, Dani, lo habían matado hacía 8 meses. Le pidieron la riñonera, y al comprobar que no tenía nada de valor le dispararon cuatro tiros en el pecho.
Me contó que él decidió irse hace dos años y medio cuando lo secuestraron. Le encañonaron en su coche, le taparon los ojos y llevaron a un lugar donde lo mantuvieron 24 horas. Eso que llaman secuestro exprés. “Yo sabía que tenía la sangre fría, pero hasta entonces no supe cuánto de fría podía tenerla”, me dijo desviando su vista de la vía y mirándome un instante. Habló con el muchacho que lo retenía en una habitación. Le preguntó si lo iban a matar, le contestó que probablemente sí. Le preguntó qué ganaban con matarlo. Le contestó que “llevarse a los muchachos”. No entendí esa expresión y le pedí que me lo explicara. Se refería a que su captor ya tenía nueve muertos a sus espaldas, y con diez su reputación y prestigio aumentaría entre los suyos. Dice que no lloró, no suplicó por su vida. Sólo le pidió que pusieran su cédula junto a su cadáver para que lo identificaran rápido al encontrarlo y no hicieran sufrir a su familia la angustia  de la desaparición y el no saber. Cuando llegó la hora, cuando sus compinches habían acabado de desvalijar su casa, sus tarjetas de crédito y todo lo que tenía, le pidieron que tomara su cédula de identificación con los labios y la adhirieron con cinta adhesiva dándole varias vueltas a la cabeza. Lo montaron en su vehículo y lo llevaron a un arroyo en la periferia de Caracas, a pie de la carretera, lo sacaron del coche y lo empujaron. Cayó entre la vegetación, oyendo dos disparos y luego el motor del su coche al irse. Todavía no sabe si dispararon al aire o fallaron, ni lo sabe ni quiere saberlo.
Sólo sabe que ese mismo día volvió a nacer y decidió huir de su ciudad para siempre, salir de  allí cuanto antes fue su única obsesión. Podía pedir la nacionalidad española por ser hijo de español, pero el viaje era más caro y no podía permitírselo. Su madre es colombiana, por lo que optó por venir a Bogotá a empezar de cero, con casi nada. Le pregunté si sus padres siguen allí, y me dijo que en Caracas no, pero en Venezuela sí. Hacía unos años que su padre se había enamorado de un lugar cerca de la localidad de Rubio y de Cúcuta en la frontera con Colombia, porque le recordaba a su pueblito asturiano, y allí vivía con su mujer. Tenía que pagar la “vacuna”, la mordida, a las FARC que controlan la zona, pero vivían tranquilos.
Ahora se estaba planteando empezar los trámites para pedir la nacionalidad española e intentarlo en España. España permite la doble nacionalidad, no así Colombia, lo que le obliga a renunciar a la colombiana que había adquirido gracias a su madre. No es una decisión menor.
Le dije que lo de Venezuela tendría que acabar, que podría volver algún día. Me dijo que no pensaba hacerlo, que un país como Venezuela, rico en recursos naturales, agricultura, ganadería, petróleo…, de la ruina y miseria de 15 años de socialismo se recuperará relativamente pronto. Él cree que en 5 a 10 años seguro que se “para”, se levanta. Pero que de la degradación social, moral, la violencia y la corrupción no se sale tan fácil, necesitarán al menos dos generaciones para curarse, si es que se cura. A eso no le ve arreglo. Él no concibe cómo la gente en Caracas se ha acostumbrado a que le pongan el cañón de una pistola en la sien, a no salir cuando oscurece, a que los comercios cierren tras enormes rejas en cuanto se pone el sol. Se han acostumbrado a convivir con la violencia, a ver normal lo que no es normal. Eso es lo que más le duele, me dijo, lo que más le asusta. No hay venezolano que no tenga un amigo, familiar o conocido muerto por la violencia, es algo que ya forma parte de sus vidas.
Nos despedimos dándonos la mano y diciéndome que espera estar en los próximos meses en España, seguro que en Asturias. Sólo le desee suerte, mucha suerte. No atiné a decirle lo que pienso, que España es un gran país para acoger al que no tiene nada, que nuestro estado social y del bienestar era posiblemente uno de los mejores del mundo para proteger al excluido, al problemático, al pasivo, al subsidiado…, pero que desde luego no es el mejor del mundo para dar oportunidades a los emprendedores, al que ya fue empresario, al que tiene el valor de dejarlo todo dos veces y empezar de cero una tercera.
Ojalá me equivoque y te vaya muy bien, Rafael. Sé que ahora eres capaz de relativizarlo todo, de ponderar las cosas en su justa medida, de distinguir lo importante de lo accesorio. Te reirás de nuestros debates y reivindicaciones, de nuestros “dramas” en España. Ojalá te encuentre un año de estos en el puerto de Avilés dirigiendo una obra, debatiendo con un arquitecto sobre cálculos y diseños, y ojala me dejes hacerte las gestiones medioambientales...