jueves, 3 de mayo de 2012

POLÍTICA DE FRANQUICIAS

¿Cuál es el objetivo de un partido político? Una primera respuesta, posiblemente la que daría una gran mayoría de españoles, es la de ganar elecciones y ostentar el poder en las instituciones. Si esta fuera la finalidad de un partido político, las medidas a adoptar, las cosas a hacer, deberían tener más que ver con la mercadotecnia que con la política.

La respuesta debería ser otra: el objetivo de un partido político es acceder al poder para concretar sus propuestas para la organización social, es decir, aquellas que conduzcan a la consecución de sus ideales y principios. La acepción de la Real Academia Española del término “partido” abunda en el mismo sentido: “conjunto o agregado de personas que siguen y defienden una misma opinión o causa”. Por lo tanto, la definición de partido político lleva inherente la existencia de ideales, principios y objetivos políticos ¡menuda cosa!

Todos los partidos tienen estos ideales escritos en sus estatutos, resoluciones políticas o programas. El Partido Popular se define como una formación política de centro reformista al servicio de los intereses generales de España que quiere distinguir su actuación general por un compromiso renovado con el derecho a la vida, la integración y el respeto a las minorías y la defensa y solidaridad con las víctimas de la violencia en todas sus manifestaciones, así como la protección del medio ambiente. El Partido Socialista Obrero Español en cambio se define como una organización política de la clase trabajadora y de los hombres y mujeres que luchan contra todo tipo de explotación, aspirando a transformar la sociedad para convertirla en una sociedad libre, igualitaria, solidaria y en paz que lucha por el progreso de los pueblos. Sus objetivos y programas son los fijados en su Declaración de Principios y en las resoluciones de sus congresos.

¿Qué les ha pasado?, porque es evidente que han perdido el norte. Es de razón que para lograr esos objetivos sea necesario ganar elecciones y alcanzar cotas de poder, pero también lo es que han confundido el fin con el camino, el objetivo con el medio. Han olvidado que los partidos sólo deberían ser instrumentos para alcanzar sus fines.

Las empresas tienen su objetivo mucho más claro. Se trata de ganar dinero. Para ello las hay orientadas al cliente y las hay orientadas al producto. Éstas últimas saben que tienen que vender su producto y todo su esfuerzo, su ingenio, sus actuaciones, se centran en convencer al cliente de que éste es el mejor, el que necesita, o en provocar la necesidad. A Coca Cola no se le ha ocurrido nunca elaborar Coca Cola caliente para el mercado groenlandés, pero sí diseñar campañas de comunicación que lleven a los groenlandeses a desearla, incluso a 15 bajo cero. Las orientadas al cliente venden lo que sea, lo que el cliente quiere, necesita, cree que quiere o cree que necesita. Es la estrategia del comerciante de zoco o del consultor de ESADE: “dile a tus clientes lo que quieren oír y llévalos a tu terreno”.

Resultaría lógico que los partidos políticos, salvando todas las distancias, y sobre todo, sustituyendo el marketing y por supuesto la publicidad engañosa por la pedagogía, optaran por la primera estrategia, porque deben tener un fin, un objetivo superior al electoral, un producto.

Pues no es así. PP y PSOE han decidido desde hace años optar por la orientación al votante, y eso les hace decir en cada lugar y en cada momento lo que creen que les dará mejor resultado. Esta realidad nos ha traído el concepto de lo políticamente correcto, del oportunismo electoral, nos trae las inauguraciones y los cortes de cinta en el último cuarto de la legislatura, nos trae el veto a la palabra “crisis”, o el “no subiremos los impuestos”, y desgraciadamente nos trae la peor de las perversiones: cambiar el discurso en cada lugar, dar carta de naturaleza a las distintas “sensibilidades territoriales”, lo que les ha acabado llevando a una política de franquicias: comparten logo, plataforma logística, presupuesto común, marketing, pero en cada feudo territorial, tanto los barones socialistas como los gerifaltes populares, tienen su negocio propio, sus objetivos electorales, sus estómagos que alimentar y la venia de sus respectivos “servicios centrales”, para decir lo que haya que decir y hacer lo que haya que hacer con tal de mantener la estructura.

Eso es lo que hace Alicia Sánchez Camacho cuando pide a Rajoy “un gesto hacia Cataluña”, y se siente incapaz de defender en esta comunidad autónoma la ley de Presupuestos Generales del Estado, no porque esta sea mala para España, para reactivar la economía, para garantizar los derechos ciudadanos, sino porque no trata a Cataluña de la forma diferencial que allí se espera (o eso cree y dicen las encuestas). Eso es lo que hizo Javier Arenas cuando pactó en Andalucía con el PSOE e IU un Estatuto inconstitucional (las competencias sobre el Guadalquivir fueron arrojadas por la Justicia a los rostros de todos ellos), con previsiones competenciales idénticas a las de un Estatuto catalán que el mismo PP recurrió al Constitucional. El miedo a verse retratado como antiandaluz hizo al eterno aspirante abrazar lo que le pusieron por delante, algo no muy complicado para alguien a quien las convicciones se las revisan diariamente los asesores de imagen (los mismos que le recomendaron no acudir al debate televisado, ¡menudos fichajes!).

En el caso del PSOE esta política de franquicias es innecesario ilustrarla. Ellos la llaman estructura federal. El PSOE se ha convertido en una suma de taifas, partidos regionales, baronías, asociación de intereses, que ya ni mantienen una imagen común. En Cataluña, País Vasco o Incluso Madrid, hace tiempo que decidieron eliminar la E de España porque tenía mala “venta”. Con respecto a políticas y principios, pues ya me dirán que tienen en común Jesús Eguiguren, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, Odón Elorza o José Bono. Bastante menos que los propietarios de una franquicia de un McDonalds de Leganés o de Reus. Sí, hasta McDonalds tiene mayor coherencia interna.

En este orden de cosas, un partido como UPyD es revolucionario por la sencilla razón de que no ha nacido para ganar elecciones a cualquier precio, desde luego no al precio de decir lo que electoralmente convenga decir en cada sitio y en cada momento. UPyD tiene muy clara su vocación humanista y europeísta; ha explicado y sigue explicando donde haga falta en qué consiste su patriotismo constitucional, diametralmente opuesto a la sentimentología nacionalista; no necesita travestirse, ni coaliarse, ni renombrarse para adaptarse al paisaje provinciano. UPyD dice en Navarra y País Vasco estar en contra de los privilegios forales, en Carboneras estar a favor de derribar la mostruosidad del Algarrobico y en Badajoz se manifiesta en contra de la refinería Balboa. UPyD considera que no podemos renunciar a la energía nuclear, y lo dice donde sea necesario decirlo. UPyD defiende cuestiones nacionales, porque son cuestiones básicas, principios fundamentales que no deben tener una expresión territorial: la justicia, la educación, la sanidad no entienden de hechos diferenciales, ni distintas sensibilidades, ni realidades nacionales, ni otros engendros. Lo de UPyD no es centralismo, es centralidad.

Y esta naturaleza tiene también su reflejo en la organización interna. UPyD no necesita mantener cuotas territoriales porque que se sepa no tiene ningún territorio afiliado, sólo personas. UPyD no necesita acoger en su seno las diferentes sensibilidades culturales, porque no ha nacido para proteger derechos históricos ni ancestrales, sino humanos. En UPyD lo que cada órgano territorial hace es traducir a su respectivo ámbito geográfico las cuestiones generales que motivan su existencia, sin intentar condicionar sus principios por pretendidas necesidades particulares de cada región. La dirección de UPyD es una, no la resultante de los tiras y afloja de 17 direcciones territoriales. La cercanía al territorio sirve para hacer pedagogía, para conocer problemas concretos y ofrecer soluciones apropiadas, no para alimentar estructuras clientelares. UPyD está para ser, no es para estar.

Y por si alguien no se ha enterado aún, como dice Rosa Díez, esos principios fundamentales pasan por reivindicar el libre albedrío, el pensamiento crítico, la libertad y la igualdad en igual medida; ejercer nuestra condición de ciudadanos libres e iguales, que toman decisiones y asumen riesgos al tomarlas; reivindicar la ciudadanía, lo que está íntimamente ligado con la transversalidad y la negativa a caer en los viejos dogmas, con el compromiso de reivindicar las ideas frente a las ideologías, el pensamiento libre frente a la disciplina, el individuo frente a la tribu.


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